28 abril 2008

Proezas reseñables


Aquí le tienes; él es el hombre más triste del mundo. Créeme, realmente el más apenado de los cinco continentes (desérticos, helados, húmedos, secos). Jamás ha sentido la necesidad de gritar, patalear, decir “bien, bien, toma, toma” mientras alza los brazos y su equipo de fútbol se convierte (entre millones de kilos de serpentina y tiras de papel de color azul, rosa, verde) en el primero de la lista, en el campeón de Europa, del mundo mundial, de la estratosfera si quiera. No ha notado nada, indiferencia quizá, al comprobar que es la chica de melena brillante y pestañas infinitas quien se encamina a susurrarle al oído “bonita barba” mientras escribe una secuencia de números con un boli Bic en la palma de su mano. Han intentado que vea el lado lúdico de su cotidianeidad regalándole unas zapatillas deportivas que se iluminan a cada paso y que, además, emiten un sonido como de dinosaurio, de hombre de las nieves, de perro flaco... algo indefinido. Le han llevado al zoo, al parque de atracciones, al jardín botánico. Todo ha sido en vano.

En cierto momento alguien ha pensado que, al menos, el reconocimiento a su singular mérito conseguiría mover algo dentro de su caja torácica. Un notario ha certificado sus niveles de hastío, su ínfima cuota de deseo y ha venido a confirmar lo que todos se temían; su acción ha quedado registrada en un libro junto a hombres que corrieron maratones durante años enteros, que circundaron el globo terráqueo subidos en un monopatín, su fotografía ha sido impresa junto a otras de tipos descomunales como paquidermos, diminutos, centenarios, patizambos. Eso sí, todos ellos grandes hombres de proezas reseñables. Las cosas han cambiado sólo en cierta medida; él sigue apesadumbrado pero ahora los niños le señalan con el dedo índice, improvisa dedicatorias “para Sara con cariño de tu amigo que te quiere, El Hombre Más Triste Del Mundo” y siempre (siempre) procura firmar con letra legible.


Imagen: Jackson Eaton

13 abril 2008

Edgar (a la manera de Edgar)


Edgar te cita en uno de esos barrios que huelen a alubias, a curry, a papaya, a chutney de verduras y te dice “te voy a llevar al lugar que Pauline me descubrió hace un tiempo”. Porque sí, han pasado los años, ha ascendido en su trabajo, ha comprado muebles de diseño y da órdenes levantando una ceja pero él aún sigue buscándola entre los estantes de la librería, en la parada del autobús, en los mostradores de cadenas de comida rápida. Entonces se despista y no sabe muy bien si era la primera a la derecha o todo recto la segunda bordeando el primer edificio a mano izquierda, pero finalmente consigue enderezar el camino, encuentra el lugar y sin perder más tiempo (antes de que llegue el camarero con su libretita colgada al cuello), aprovecha para hablar de literatura. Te ruega que releeas a Eloy Tizón y sabes que, aunque no muestre ningún síntoma evidente, siente un pinchazo entre el estómago y las costillas cuando le dices que menudo bodrio, que dejaste a medias el libro de Fernández Mallo, que no tienes ni remota idea de quién fue el último premio Cervantes, cuando le cuentas que nunca has podido terminar el Quijote, que escribes así, como ahora, a lo loco, sin pensarlo demasiado, sin tachar frases, sin cambiar palabras, porque no te lo tomas muy en serio. Te argumenta por qué ya no está interesado en las historias (presentación, nudo, desenlace) y a qué se debe la necesidad que siente por explorar el fragmento.

Poco después, casi avergonzado, te pregunta por el sentido de la vida, por el verdadero-significado-de-la-vida; la razón que te mueve a apagar el despertador cada mañana, programar la lavadora o meter tu ropa en maletas y pasar un control en el aeropuerto cada día rojo del calendario. Entonces sin saber muy bien qué contestar, le dices algo que suene optimista, algo sobre la capacidad de sorpresa, sobre el arte a partir de Modigliani, no sé... algo de tu carrera, tus textos, la felicidad, sabiendo que no tienes ni idea y que estás resultando ridícula. Luego te enseña un cuaderno en donde lee algo sobre unos bultos y unos virus y una consulta médica y una señora muy gorda y entonces sí, justo antes de pedir la cuenta, te dice que él es esto y lo otro pero que (y en este momento te mira con una media sonrisa, casi disculpándose) también es escritor.

Imagen: Franceradium

28 marzo 2008

Clases de gimnasia


Podía pasarse horas (en realidad tardes enteras) dentro de su habitación hablando por teléfono con su nuevo novio francés, Nicolás, mientras bebía un batido de fresa, mordisqueaba un panecillo, se retorcía un mechón de pelo, dibujaba corazones, sonrisas o nubes en una libreta de anillas. En ese momento ella le contaba lo mal que le había salido el examen de matemáticas, le explicaba cuánto odiaba las clases de gimnasia y lo poco que le gustaba tener que ponerse pantaloneta corta y saltar al potro y dar volteretas y correr dos kilómetros en la pista de atletismo y tener que cargar, además, con la raqueta de bádminton por todo el instituto. Le detallaba minuciosamente lo poco que le gustaba su pelo rojo, ondulado, fosco y cuánto le costaba peinarlo cada mañana, lo molesto que era tener que llevar braquets, que a veces le salían llagas en la boca y se le quedaba comida entre los hierros, le decía que su madre le había prohibido entrar en Internet el resto de la semana, que su padre le obligaba a tocar el violín al menos dos horas cada tarde y que su hermano mayor se había propuesto destrozarle la vida humillándola delante de sus amigos. Argumentaba lo infantiles que le parecían las otras chicas de su clase; porque aún llevaban ropa interior con estampado de dibujos animados, porque ni siquiera habían tenido un solo novio en su vida, ¿puedes creerlo? (en este momento alzaba la voz horrorizada y entornaba los ojos). Le comentaba que le impresionaba que tuviese tres años más que ella, que estuviera a punto de sacarse el carnet de conducir, que fumara hierba, que llevara ropa de marca, que levantase pesas y que se le marcaran los bíceps bajo la camiseta.

Aprovechando un silencio, su nuevo novio francés (después de decir varias decenas de veces: ahá, ¿en serio? o uhm) le sugería que iniciase sesión, que conectase la cam, que le enseñase el tirante del sujetador, el encaje de la tela, sólo un poco, que no fuera tonta, que iba a ser divertido. Ella le contestaba con una risa coqueta que no, que no había prestado atención a nada de lo que le había estado contando hasta ahora, que su madre era una verdadera imbécil, que la había castigado sin ordenador para el resto de la semana, que estaba dispuesta a irse de casa y que, aunque se conocían desde hacía tan solo doce días, no se habían visto nunca en persona y les separaban miles de kilómetros, sería capaz de dejarlo todo por él si se lo pedía (o si al menos lo sugería) antes de suplicarle por favor, por favor, que colgara el teléfono más rápido que ella.

19 marzo 2008

La fiesta del pijama (o tópicos femeninos)


Aquella es la noche sólo-chicas, por lo que esto implica (obviamente) el acceso restringido a cualquier hombre, hermano, amante, amigo, novio, compañero de piso, señor con pantalones, barba cerrada y vello en el pecho, etc. Ellas entonces dedicarán su tiempo a ponerse mascarillas de yogur en la cara y rodajas de pepino en los ojos, a pintarse uñas de los pies, a quitarse espinillas de la espalda, a aplicarse crema hidratante en los codos, a darse sombras rosadas en los párpados, a colocarse rulos, coletas o trenzas. Luego introducirán una bolsa de palomitas en el microondas, comprobarán cómo y cuánto se infla, escucharán el sonido (pop-pop), las pondrán en un bol, cogerán varias revistas y compararán el contorno de los muslos de una de las actrices de moda con los suyos, comentarán las juergas de la hija de un rico empresario, el estilismo imposible de una afamada diseñadora de moda, la vida loca de una estrella del pop (“hay que ver, cualquier día ésta acaba suicidándose, ¿sabéis que se ha operado los labios?” dirá una mientras masca chicle de fresa y, seguidamente, hace una pompa).

Veinte minutos más tarde hablarán de la dieta del pomelo, de la piña, de la que sigue desde hace unas semanas la compañera de clase de la infancia de la vecina de la madre de una de ellas. Luego pondrán varios CDs; cantarán una canción de Paulina Rubio, otra de Kylie Minogue, un par más de Madonna, agitarán el pelo, darán saltitos, gritarán, moverán las caderas, los tobillos, las rodillas, los huesecillos de las muñecas. Tras una hora de baile caerán exhaustas repartidas por toda la habitación; la cama, el sofá, el suelo, la moqueta. Este será el momento en el que una de ellas avistará un álbum fotográfico en lo alto de un armario; lo abrirán, se reirán del señor del tupé, de los espantosos bigotes, cardados, bisuterías y mallas estampadas, de los vomitivos pitillos fosforescentes, de la chica con una ridícula chaqueta floreada, del joven de apestosas gafas ahumadas. Entonces introducirán un DVD y después de un par de horas, cuando el protagonista de la película haya conseguido por fin la atención de la estudiante más popular de la universidad, ahora sí, llegado este momento, ya tendrán toda la noche por delante para comer chocolate y hablar de lo que más les gusta: compromiso y chicos.

Imagen: Houston, I'm the problem

15 marzo 2008

El peligro de la corriente de aire


Y te vas. Quitas los pósters de las paredes con cuidado para no dejar demasiadas marcas en la pared y que de esta forma el casero no te retenga la fianza, metes tus cosas en cajas que antes guardaban una lavadora, un lavavajillas o pañales para pérdida de orina, procuras no olvidarte el cargador del móvil, el secador de pelo, los apuntes de clase, la estufa, el diccionario de sinónimos, de francés y de italiano. Limpias la nevera, tiras el zumo biofrutas por el fregadero, la lata de atún abierta (a la bolsa de reciclar envases), el calabacín que quedó olvidado hace unos meses en el final de la balda. Preguntas a tus compañeras de piso si les gustan los yogures desnatados con trozos de fruta, la menestra, los brotes de soja que guardas en el congelador o en la despensa. Si dicen sí, mueves tus cosas a sus cajones. Luego lo de siempre, vuelves a los bares, pides una cerveza, encuentras a similares chicos, con idéntica conversación (aunque con marcas de pantalones diferentes y rayas de pelo en distintos lados de la coronilla), recorres las mismas zonas de Madrid, las mismas tiendas de ropa y de zapatos, los mismos kebab, sabiendo que es el último-todo; la última vez que sales a comprar el periódico en chándal por tu barrio, la última vez que miras el correo en el buzón, la última vez que esperas (a alguien que te envía un mensaje al móvil “llego 10 minutos tarde”) en la parada de metro de Tribunal, la última... Por supuesto, haces una fiesta, te emborrachas, lloras. Con el rimel corrido y el pintalabios en la mejilla izquierda le dices a todo el mundo cuánto les echarás de menos, das abrazos, sacas un pañuelo del bolso, buscas con urgencia un lavabo, te tropiezas, te ríes.

Pero ante todo no debes preocuparte, al día siguiente (la mañana en la que coges un avión de una aerolínea de bajo coste, un tren de alta velocidad, un autobús destartalado) todo seguirá su curso; el primer metro saldrá desde la cabecera a las 6’00 de la mañana, la portera fregará el portal a las 8’15 (hora en la que solías pisarle el suelo para ir a clase), la cafetería de la esquina venderá la primera napolitana de jamón york y queso de la jornada a las 9’10 y los abuelitos de la puerta de enfrente (segundo, segunda) seguirán discutiendo por si cambiar o no de canal o por si lo más conveniente sería cerrar la ventana por el peligro de la corriente de aire.


(Imagen: Gentelmen's club)

14 marzo 2008

Mediocre (II)


Precisamente ésa era su mayor virtud; la mediocre era capaz de encontrar verdaderos-hombres-de-su-vida en lugares insospechados, a horas desconocidas, en situaciones extravagantes, raras, absurdas. Se cruzaba con hombres desgarbados con pantalones de pana, chicos con calvas en la barba y gafas de pasta (que leen poesía en libros desmenuzados), señores con canas en las sienes y pañuelos blancos en el bolsillo de la chaqueta. Encontraba aficionados a la hípica, niños de papá con el pelo relamido y polos de color pastel, jóvenes con zapatillas de goma aficionados a conciertos de pop, auténticos gruppies, estudiantes que viven en pisitos de paredes verdes, amarillas, rojas, expertos cocineros de pasta (con bacon y nata, con queso y nueces, con tomate y atún), amantes del guitar hero, del hockey, del ping pong, apasionados de la política.

Es cierto; a la mayoría no llegó a conocerles, se perdieron entre los túneles del metro o le rozaron el brazo mientras caminaba distraída por la Gran Vía, otros (con acento exótico) le tocaron el hombro para preguntarle cómo encontrar la Cibeles, Sol, San Ginés, algunos le daban cuartillas con las ofertas del buffet de la calle paralela a la que se encontraba, uno le atendió en una gran superficie comercial (meditó sus palabras con cuidado “su tiquet y su cambio, gracias” por si había algún doble sentido, una declaración de intenciones). A muchos les siguió con la mirada o llegó a desviar su camino unos metros, sólo con unos pocos (un número descaradamente inferior) fue capaz de intercambiar un libro, fluidos, su número de teléfono.

(Imagen: Eva Pel)

05 marzo 2008

Mediocre


Admitámoslo, siempre fue mediocre, una chica con el pelo raro, una tipa asustadiza que trabajaba de nueve de la mañana a cinco de la tarde en una lavandería separando prendas por colores, un espíritu alegre que desdoblaba de forma furtiva las notas que quedaban olvidadas en algún bolsillo de chaquetas armadas, cazadoras de cuero y abrigos de piel (“Nos vemos a las 11 en Lavapiés”, “Te echaré de menos”, “Comprar zumo de naranja, carne picada, hojaldre, cerveza, bastoncillos de los oídos”, “¡Llamar a Sergio!”, “Habitación individual, 300 euros, calle Pez, 23”). En realidad era una señorita corriente, no demasiado guapa, tampoco exuberante, no llevaba las uñas esmaltadas de color rojo ni podía lucir un generoso escote pero tampoco era una de esas mujeres con los dientes picados, un ojo lloroso y pliegues acolchados en las caderas, nada de eso.

Sencillamente era una de esas personas a las que hay que volver a mirar para poder constatar su presencia, una de esas almas que se sientan a diario en un rincón de un café con un libro entre las manos, que comen un sándwich vegetal empaquetado en un parque, que tosen disimuladamente en los teatros e introducen un caramelo de limón en su boca, que se acercan con disimulo a un cuadro en una exposición y retroceden con pasos cortos a su lugar de origen.
Por qué no decirlo, también tenía dificultades a la hora de escoger la ropa de su armario y seguía pidiendo consejo materno a la hora de elegir materiales, estampados y texturas aunque, sin embargo, la línea de su espalda en combinación con la de su cuello hacía que cualquier movimiento textil en su cuerpo se conviertiera en un baile suave, flotante. Era enamoradiza; encontraba verdaderos-hombres-de-su-vida (en torno a ocho o nueve al día) en salas de concierto, escaleras de metro, peluquerías, tiendas de frutos secos, en barrios de la periferia de Madrid, en su colchón una mañana de domingo.

Sí, mediocre. Así era ella.