14 diciembre 2006

Adolescente a los 40


Ya no tenía edad para andar saltando por las camas como si fueran colchonetas elásticas, pero era inevitable, no podía resistirse a comprobar las propiedades de rebote (tiempo de ascenso y caída) en colchones de hoteles, estudios de amantes esporádicos y apartamentos turísticos de la costa.

Debía haberse pasado hace unos cuantos años al café solo y a la sacarina, dejar de echarse cacao a la leche; acudir al primer bar que viera abierto por las mañanas y pedir un desayuno cualquiera “rápido, por favor”. Toleraba mal las cenas de navidad de la empresa porque le costaba seguir una conversación filosófico-poética mientras se concentraba en apartar con disimulo los guisantes y la zanahoria de la ensaladilla; aún no soportaba la textura de determinadas verduras y hortalizas. Le avergonzaba que le recriminaran que siguiera mordiéndose las uñas y muchos no creían que pudiera salir de casa sin pañuelos de papel y sin un protector gástrico en prácticos sobres de 1’5 mg dentro el bolso para después de las comidas. Tenía que haber empezado a pensar en lencería fina, en ir al cine Doré y comenzar a ver películas en versión original. Mover el dial, abandonar los cuarenta principales, pasarse al jazz, al vino espumoso, invertir en arte, olvidar los amores platónicos, tirar las bolsas de palomitas de colores que guardaba en la despensa para los días festivos…regalárselas al portero, despegar el póster de John Travolta de la pared de su habitación y cambiarlo por uno de Pollock. La adolescente a los 40 no había podido modificar su hábitos, sabía que sus costumbres se habían prolongado por un periodo de tiempo no demasiado habitual, pero en su contradicción se preguntaba a quién podía hacer daño que aún se emocionara al encontrar la letra de la sopa que le faltaba para terminar de construir su nombre en el fondo del plato: R-O-S-A-R-I-

“A nadie”- se repetía. Y continuaba buscando.
(Imagen: Caryn Drexl- No more jumping)