23 junio 2006

Charlote


Conoció a Charlote cuando ella ejercía la profesión de modelo de escaparate en unos grandes almacenes: “Pendientes y gargantilla Tous 527 euros, vestido Carolina Herrera 1.250 euros”. Dependiendo del día Charlote podía pasar por una alta ejecutiva, de pose altanera y mirada perdida en referentes macroeconómicos y subidas del Ibex. Otras veces, Charlote parecía mostrarse como una afamada escritora que podía haber vendido, perfectamente, más de un millón de copias de la saga de libros del niño superdotado que vivía en Urano. Quizá también podía haber conseguido que tradujeran a quince idiomas la historia del valeroso caballero que no podía portar su casco por un problema en el cuero cabelludo.

Desoía a quienes le decían que su esposa tenía una piel demasiado fría, que su conversación era prácticamente nula, que jamás sonreía y que a veces estaba como ausente. Charlote representaba todas las metas que él no había podido conseguir, por eso una tarde de mayo le juró amor eterno. ¿Y qué, si Charlote sufría un problema en la dermis, si su genética desarrolló un exceso de moléculas gigantes llamadas polímeros… y qué si tenía un exceso de plástico en el cuerpo? “Nadie entenderá nunca nada” se repetía. Amaba a Charlote; no por lo que era, sino por lo que podía llegar a ser.

(Imagen: Elena Dorfman)


19 junio 2006

El ideal americano


Consiguieron alcanzar el ideal americano. Kevin Jones limpiaba cada domingo su Cadillac “con-antichoque-de-baja-presión” a las puertas de su casa, no porque no pudiera permitirse llevarlo a un lavacoches de múltiples rodillos sino porque admiraba que le vieran limpiarlo con la gamuza mientras sonreía a sus vecinos, aquellos que apenas podían permitirse un coche europeo. Kevin sentía pasión por todo aquello que tuviera un motor, un enchufe y un manual de instrucciones; podía pasarse horas pasando el cortacésped helicoidal por el jardín, haciendo batidos y zumos de frutas con la batidora de vaso y lavando sus camisetas de tenis para luego escuchar el sonido de la secadora.

A Barbara Jones, sin embargo, le fascinaba la cinta andadora, esa con la que podía estar una mañana entera mientras echaba una hojeada al Vogue, también le gustaba retocarse el tinte para el cabello y darse baños de sol en el jardín aunque Kevin no mostrara el mismo entusiasmo por esta práctica.

Cuando llegaba el domingo ella le guiñaba un ojo a su marido, le apretaba el trasero- “mi querido respingón”, como ella prefería llamarle- se humedecía los labios y le enseñaba una teta en un acto de aparente descuido. Barbara Jones ahora únicamente pensaba en la parejita: ya sólo les faltaba la niña.

(Imagen: Diane Arbus)

17 junio 2006

Mamá mosca


Mamá mosca esperaba a que llegara la primera quincena de junio para tener a sus crías. Había que saber escoger porque sin duda, no todos los lugares eran buenos para desovar, puntuaba como excelentes: los pliegues de un filete sin tapar en la cocina, algunos excrementos que hacían de magníficas incubadoras callejeras al conservar la temperatura idónea para sus huevos y la mayoría de los melocotones podridos que quedan olvidados en fruteros. Después, ser paciente y esperar.

El instinto maternal de mamá mosca estaba muy desarrollado, debía permanecer alerta en su vuelo, en la ciudad había tantos momentos de peligro que nunca podía despistarse; insecticidas respetuosos con las plantas, mosquiteras, lunas de coches, anzuelos para pescar los domingos en el río, matamoscas de plástico, bolsas de agua colgadas del marco de las ventanas, trapos de cocina y lámparas electrocutadotas de seis vatios de potencia. Mamá mosca adoptaba un aspecto salvaje, mamá mosca se convertía en mosca asesina cuando en verano, alguien ponía en peligro la vida de sus pequeños.


(Imagen: Witkin Joel Peter)

14 junio 2006

Passage du silence


En el passage du silence los amantes discutían haciendo círculos en el aire como si estuvieran regulando el tráfico, apretaban los músculos de la cara y se esforzaban por juntar las cejas. Otros, a oscuras, con mejor suerte, se cogían las manos con fuerza y se pellizcaban, sin emitir ninguna clase de ruido; así demostraban lo mucho que se querían y lo bien que lo estaban pasando.
Gustave, “el sacamuelas”, se quedó sin trabajo y tuvo que mudarse a otro distrito.
Émile, la bibliotecaria, alquiló un ático porque nunca supo como desconectar del trabajo: “hay gente estudiando”, repetía malhumorada. Para ella los problemas acabaron en el momento justo en que el señor de la inmobiliaria con un bigote muy pegado a la nariz le entregó las llaves.
Abélard, un vecino, revisaba cada mañana las puertas y ventanas de su vivienda, echaba antigrasa en las bisagras y seguía con sus tareas diarias, algo que, sin ninguna duda, había pasado a convertirse a parte de su hobbie, en una obsesión.
Geoffroy se sentaba con una flauta de plástico, casi al final de la calle. A su lado, un cartón: PARA LA MÚSICA. Entonces movía los dedos sin soplar, e imaginaba que era un concertista. En su maleta no dejaban de caer francos, todos coincidían: de los mejores que se habían visto por allí.

12 junio 2006

Calamares gigantes (año 2094)


Calamares gigantes y pulpos kilométricos que avanzaban desplegando sus tentáculos, algas que se enroscaban en los pies, caballitos de mar, tiburones de mandíbula despiadada, medusas violáceas de irritante picadura, delfines terapéuticos, peces espada, mejillones con barbas, esponjas, ballenas encalladas que perdieron el rumbo, almejas que albergaban piedras preciosas con las que se elaboraban costosos abalorios… se lo repetían cada verano, año tras año, cada vez que viajaban kilómetros hasta la costa, con detalles extremadamente cuidados, entusiasmados, suplicantes, como si tuvieran algún interés en ello.

Aunque el pequeño asentía con la cabeza cada verano, año tras año, cada vez que viajaban hasta la costa, nunca quiso creerles.
(Imagen: Guennadi Ulibin)

04 junio 2006

El club náutico


Para ser miembro de “El club náutico” se necesitaba algo más de lo que podía desear la clase media, no sólo era atractivo, exquisitez, finura y saber estar, era algo más.

El club fue formado por Antón Robledo; después de que un lunes siete de marzo (aproximadamente hacia media mañana) y cansado de servir cañas en el bar de barrio “El Calamar” sintiera la necesidad imperiosa de añadir un toque de glamour a su oficio. Servir agua carbonatada Perrier en la costa le aportaba un aire interesante que sin duda alguna se vio reflejada en su pose a la hora de desempeñar su cargo y de relacionarse con los demás.

Después, una exigente selección. Cada miembro tenía que merecer realmente su carnet de socio; Unos músculos marcados que necesitaban ser mirados, una rubia deseosa de fama, un slip ceñido en busca de libertad, una señora madura que no sabía nadar, un aspirante a corresponsal frustrado, una bañista que necesitaba conseguir su mejor marca y una intelectual que deseaba dar celos a su ex- marido, fueron los escogidos para entrar en el círculo.

Después del chapuzón en la piscina de plástico, de saborear los canapés de mortadela y tortilla y de tomar "el sol", retiraban el póster del puerto, apagaban los focos, cerraban la sombrilla, y se despedían hasta el día siguiente sintiéndose más guapos, más ricos y más bronceados.

(Imagen Marcos López)