22 noviembre 2006

Obviedades


Dolores no necesitaba un amor que se hiciera llagas en los dedos exprimiendo naranjas cada mañana a eso de las seis para acercarle un zumo al pie de la cama, tampoco quería que se prestara a llevarla al trabajo en la parrilla de la bicicleta si ese día el metro había dejado de funcionar en la ciudad. No suspiraba por un amante que le sorprendiera con petunias, bombones y tarjetas postales de corazones cada aniversario (4 veces por mes): la primera ocasión en que se dijeron “hola”, su primer “oh, ha sido fantástico”, su primer “necesito tiempo” y su primer “no volverá a suceder”. No quería un hombre que le enviara emails desde el trabajo a las nueve y cinco de la mañana diciéndole que ya le echaba de menos, tampoco necesitaba que le compusieran canciones, ni que le escribieran poemas en papel reciclado en donde rimara corazón con armazón y Dolores con flores.
No lo necesitaba sencillamente porque lo consideraba algo obvio.

Dolores quería un hombre que le dijera que se cortaría el dedo gordo del pie si ella le enviaba un sms de madrugada pidiéndoselo, esperaba un hombre que contratara a la tuna para cantarle al alba y celebrar, así, que se acababa de dar mechas en el pelo. Necesitaba que ese señor al despertarse le dijera que iría hasta la costa “más cercana” (a más de 374 kilómetros de Madrid) a pescar un atún para la comida, que sólo se preocupara del perejil. Quería un hombre que se aprendiera de memoria la obra de Percy Bysshe Shelley y de Lord Byron para recitársela si se le rompía una uña. O es que… ¿acaso era pedir demasiado a un enamorado?