31 agosto 2006

Miss Universo


Fue la primera Miss Universo. El concurso se realizó en Londres como parte de las celebraciones de año nuevo. No esperaba ganar el premio, aunque la verdad es que destacaba entre las demás candidatas; quizá puntuaron como positivos sus labios finos, su cuerpo espigado o sus ojos claros y vidriosos. Tenía una curiosa belleza nórdica a pesar de haber nacido en Perú, por eso no pasó desapercibida por el jurado que se decantó por ella sin ninguna clase de dudas. Ella sería la ganadora de la banda, de la corona, del contrato por un año de los almacenes Sunshine Beauty y del primer título de Miss Universo. A partir de ese momento a Laidy Daniella le hicieron cambiar su nombre por Missyuni, una abreviatura del título, mucho más comercial y que la haría reconocible al instante.
Pocas horas después pasó a hacer demostraciones diarias en Sunshine Beauty para todo aquel que tuviera la curiosidad de conocer a la mujer más bella del Universo. Enseñaba la tostadora y sus novedosas funciones: “encendido: On, apagado: Off”. Daba a conocer la máquina-trituradora de 7 cuchillas perfecta para hamburguesas, el mono de Nylon quema-calorías, el rizapestañas, las plantillas absorbe-olores para zapatillas y cualquier artilugio que se almacenara en las baldas de los grandes almacenes. Eso sí, las demostraciones siempre con la corona y los zapatos de cuña. Todo el mundo le recordaba lo bella que era casi a cada minuto. Así que no tuvo otra opción; acabó por creérselo.
Hoy Misyuni se ha mirado en el espejo, ha visto su piel flácida en los brazos, la tripa descolgada, el pecho en la cintura, grasa en la cadera y arrugas como cicatrices que le troceaban el cuerpo en millones de fragmentos. Ya no era perfecta, ya no quedaba nada de lo que fue; era vieja y fea. Pero no permitiría que el tiempo se quedara con su corona: lo único que tenía. Missyuni ha cerrado la puerta con llave y se ha prometido conservarla no abriéndola jamás.
(Imagen: Bobbie Moline-Kramer)

29 agosto 2006

Princesa de plastilina


Boblablú era la princesa del país del mundo de plastilina. Detestaba los vestidos porque se sentía ridícula con ellos, prefería las faldas cortas, esas que tanto disgustaban a su padre, el rey. Bloblablú no quería comer canapés, ni llevar corsé, ni diademas de aguamarinas, ni pintarse los labios, ni tener que rizarse el pelo con las tenacillas todas las mañanas. Ni ponerse el collar que le dejó su abuela en herencia. No le gustaban los príncipes, eran feos; con el pelo pegado a la frente, la raya a un lado, y la camisa de cuadros. No le gustaban los mocasines, ni las vacaciones en yate, odiaba el vino, aunque fuera de la campiña francesa. Le repugnaban los brindis. Bloblabú quería ser una estrella del porno. Le gustaba el cuero, la lencería, las medias de seda y los escotes pronunciados. No quería ser blandita y hacer reír a los niños.

Entonces, con un golpe seco y contundente el niño aplastó la figura de plastilina. Odiaba los muñecos cursis de su hermana.
Y quizá este fue el mejor final que la princesa podía desear.
(Imagen: Fran Kunert)

26 agosto 2006

El Mirador



Nunca supo con certeza en qué momento terminó todo. En qué segundo hubiera dado la vida por él y en cuál se descubrió atusándose el pelo en un gesto de coquetería al recoger el coche del taller. En qué parcela de tiempo optó por desabrocharse un botón de la camisa justo antes de entrar en la ferretería de los hermanos Artexe. Cuál es el preciso instante que separa los dos abismos.
Aún ella le arreglaba la camisa, le combinaba el traje de los domingos e intentaba, aunque sin éxito, quitarle esa maldita manía de llevar algún complemento de fieltro en la cabeza. “En el norte los hombres son más viriles con sombrero”, le decía él justo antes de salir a la calle. Ella se limitaba a asentir y a plancharle con la mano alguna última arruga de la chaqueta. Salían a la calle, bordeaban la plazuela porticada, tomaban la primera calle a la derecha; una pequeña cuesta empedrada, se sentaban en el mismo banco en que él le pidió matrimonio, recordaban aquel momento, subían quince escaleras, y ya habían llegado. El mismo ritual de los domingos desde hacía años. Quizá lo único que varió fue la cadencia de los pasos; ahora más lentos y silenciosos.

Desde El Mirador se tomaron alguna vez todas las fotografías de las postales que se vendían en los estancos, papelerías y tiendas de souvenirs como recuerdo de la ciudad. Entonces él la agarraba por la cintura y le decía:
- ¿Verdad que la vista impresiona?
Ciertamente después de 20 años no impresionaba demasiado, pero ella se obligaba en arquear las cejas para componer una expresión de sorpresa. Ella se obligaba a quererle.
La realidad es que desde hacía no más de un par de años, a las 7 de la tarde 56 segundos había acabado todo.

(Imagen: Rodney Smith)

20 agosto 2006

Piel fría


Era 4 de agosto. Cuando nació, las matronas apartaron con cuidado las sábanas, para que la primeriza no confundiera aquel cuerpecito con la impoluta tela, y la dejaron suavemente en el regazo de su madre. Horas después el doctor explicó a la asustada madre que aquella niña era albina y que su piel era incompatible con los rayos solares, por eso sólo podría salir a la calle por las noches. Quizá para compensar esta pérdida y poco antes de que madre e hija se situaran delante de la pila bautismal, le susurró al cura que la bautizara con el nombre de Luz.

Desde el alumbramiento nunca más se volvieron a descorrer las cortinas en aquella casa. La pequeña por la mañana recibía clases de matemáticas, naturaleza, física, química y lengua latina. Para cubrir las horas de la tarde aprendió a tocar el violín. Siempre fue una alumna aventajada.

Luz siempre vestía con colores pálidos, delicados tejidos bordados que a veces modificaba ella misma. Le gustaba el blanco, posiblemente porque hacía que destacara en la oscuridad.

En el pueblo comenzó a extenderse la voz: alguien había visto un espectro. La gente mayor solía mirarla de reojo, estaban convencidos de que podría hechizarles. Los jóvenes, eran más cautos. Sabían que Luz tenía unas medidas proporcionadas, y, aunque en silencio, admiraban sus movimientos elegantes. Decían que su piel era fría (ellos alguna vez se preguntaron si serían capaces de templarla), además se comentaba que nunca nadie había escuchado uno sólo de los latidos de su corazón. Alguna vez en secreto cada uno de ellos se imaginó del brazo de Luz: todos querían saber cómo besaba un fantasma.