14 junio 2006

Passage du silence


En el passage du silence los amantes discutían haciendo círculos en el aire como si estuvieran regulando el tráfico, apretaban los músculos de la cara y se esforzaban por juntar las cejas. Otros, a oscuras, con mejor suerte, se cogían las manos con fuerza y se pellizcaban, sin emitir ninguna clase de ruido; así demostraban lo mucho que se querían y lo bien que lo estaban pasando.
Gustave, “el sacamuelas”, se quedó sin trabajo y tuvo que mudarse a otro distrito.
Émile, la bibliotecaria, alquiló un ático porque nunca supo como desconectar del trabajo: “hay gente estudiando”, repetía malhumorada. Para ella los problemas acabaron en el momento justo en que el señor de la inmobiliaria con un bigote muy pegado a la nariz le entregó las llaves.
Abélard, un vecino, revisaba cada mañana las puertas y ventanas de su vivienda, echaba antigrasa en las bisagras y seguía con sus tareas diarias, algo que, sin ninguna duda, había pasado a convertirse a parte de su hobbie, en una obsesión.
Geoffroy se sentaba con una flauta de plástico, casi al final de la calle. A su lado, un cartón: PARA LA MÚSICA. Entonces movía los dedos sin soplar, e imaginaba que era un concertista. En su maleta no dejaban de caer francos, todos coincidían: de los mejores que se habían visto por allí.

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