15 febrero 2007

Dos negritos

Qué feliz era con sus dos negritos del Congo. Qué exótica y liberal se hallaba cuando escribía en su diario de ruta cómo eran sus sensaciones en su nueva calidad de bígama. Notificaba que sus amantes olían a vainilla y azafrán, que sus pieles eran como sábanas de cashmere sobre la suya, que tenían unos dientes blancos, perfectos, inmaculados, con los que cortaban brotes y tallos, y explicaba que sí, que podía corroborar "el mito" por partida doble. Defendía que la felicidad suprema y universal (la que fusionaba las almas), se escondía en selvas con humedad de un 60%, rodeada de dos cuerpos cuyas glándulas sudoríparas estaban estimuladas las 24 horas del día, retozando entre lenguas del amor como el kilongo o el swahili, entre bonobos y jirafas moteadas. El único inconveniente era que desteñían un poco... una minucia sin importancia que no se molestaría en recoger entre sus páginas. En algún momento enviaría el diario a sus amigas desde Kinshasa para hacerles saber que estaba viva, extasiada y palpitante.
Le parecía una imagen tan tierna mirarles dando vueltas alrededor de aquella olla de la pasión; invocando a la deidad de la fertilidad, al chamán del orgasmo sincronizado, al espíritu de los efluvios dorados.
- Olla burbujeante... bûrù-bu-burù, burbujeante- cantaban y danzaban los negritos.
El diario fue un fantástico manjar para los escarabajos taladradores de madera. Los caníbales de Villanueva del Fresno sabían bien cómo enamorar a turistas desorientadas del grupo en expediciones selváticas.
(Imagen: Tous les nomes sont déjà pris...)

08 febrero 2007

Católico apostólico


Le gustaba decir en las conversaciones de ambulatorio que tenía tres personalidades que se fundían en una “como la Trinidad”. Adolf Baltuzthzer era hipocondríaco, supersticioso y católico apostólico. Era evidente que todo estaba escrito de manera explícita; con frecuencia debía abandonar el trabajo por “desórdenes gastrointestinales” al ver un paraguas abierto en la oficina o porque la virgen María le había advertido que su madre se había dislocado la cadera (tenía problemas óseos pero no tan graves como los suyos). Comía col verde porque lo auguraba la marquesina del autobús que se situaba enfrente de su portal y cambiaba de menú cada quince días, cuando lo renovaban por uno de maquinillas de afeitar. Se enamoraba de patologías con nombres extraños y las hacía suyas porque le daban un aire de intelectual: adrenoleucodistrofia, aspartilglucosaminuria, poliquistosis renal autosómica dominante... Explotaban en su boca al pronunciarlas como los sobres efervescentes con sabor a naranja que compraba en la farmacia.
Cada invierno Adolf Baltuzthzer hacía una terapia depurativa de cuerpo, alma y espíritu cayendo en pecado, entonces ponía en marcha todos los mecanismos de defensa y se fortalecía: buscaba faldas, dejaba de tomar antihistamínicos, perseguía gatos negros, recogía zapatos de tacón y medias de cristal bajo su cama, pintaba bigotes en las estampitas de los santos, bebía cerveza, se disfrazaba de frankfurter, descuidaba el orden y se olvidaba el pastillero en el cajón cuando salía de casa con la camiseta de la selección nacional de fútbol brasileña.
Una vez concluida la terapia acudía a la iglesia, el párroco le mandaba quince avemarías y entonces suspiraba aliviado auto-diagnosticándose: superviviente crónico.


(Imagen: Theodotos)