Qué feliz era con sus dos negritos del Congo. Qué exótica y liberal se hallaba cuando escribía en su diario de ruta cómo eran sus sensaciones en su nueva calidad de bígama. Notificaba que sus amantes olían a vainilla y azafrán, que sus pieles eran como sábanas de cashmere sobre la suya, que tenían unos dientes blancos, perfectos, inmaculados, con los que cortaban brotes y tallos, y explicaba que sí, que podía corroborar "el mito" por partida doble. Defendía que la felicidad suprema y universal (la que fusionaba las almas), se escondía en selvas con humedad de un 60%, rodeada de dos cuerpos cuyas glándulas sudoríparas estaban estimuladas las 24 horas del día, retozando entre lenguas del amor como el kilongo o el swahili, entre bonobos y jirafas moteadas. El único inconveniente era que desteñían un poco... una minucia sin importancia que no se molestaría en recoger entre sus páginas. En algún momento enviaría el diario a sus amigas desde Kinshasa para hacerles saber que estaba viva, extasiada y palpitante.
Le parecía una imagen tan tierna mirarles dando vueltas alrededor de aquella olla de la pasión; invocando a la deidad de la fertilidad, al chamán del orgasmo sincronizado, al espíritu de los efluvios dorados.
- Olla burbujeante... bûrù-bu-burù, burbujeante- cantaban y danzaban los negritos.
El diario fue un fantástico manjar para los escarabajos taladradores de madera. Los caníbales de Villanueva del Fresno sabían bien cómo enamorar a turistas desorientadas del grupo en expediciones selváticas.
(Imagen: Tous les nomes sont déjà pris...)