23 mayo 2006

Camelia


A Camelia le encantaba el mundo de la decoración, por eso adoraba las piezas barrocas, los ornamentos florales en la tapicería de los sofás y los objetos de plata repujada.

A Camelia le gustaba vestirse con las sedas, tules y organzas bordadas que le enviaba directamente su amigo tailandés Rama Adulyadej desde Bankok en pequeños paquetes que al abrirlos olían a sándalo y a sudor suave. Idéntica indicación siempre en el reverso: “Con amor”. Entonces sonreía.

Camelia cuidaba su delicada piel con barro negro del Mar Muerto y se envolvía en algas marinas para facilitar el drenaje de su linfa. Una vez limpia e inmediatamente después, recortaba su vello púbico con especial cuidado y jamás se olvidaba de asir la limita para retocar minuciosamente las uñas de sus pies.

Cuando el ritual había terminado, Camilia hojeaba su diario de tapas de cuero, observaba todos los nombres que, con letra especialmente legible, tenía allí apuntados-amigos rusos, asiáticos, árabes, íberos, nórdicos-, posaba su dedo índice encima de una de sus páginas; Amin, Weiwang, Elijah, Munir, Vladimir, Jason, Wenceslao, Mayu, Maluf, Mahmud… y dejaba el resto al azar.
Entonces se sentía una diosa.

10 mayo 2006

Freak Circus


En el lado derecho del camino, aún sin asfaltar, un trozo de madera sujetado con clavos en un platanero daba la bienvenida a los carros de caballos, a los peregrinos, indigentes y comerciantes: Villa de Madrid. Justo en el lado puesto, desde primeros del mes de mayo se podía leer otra indicación: Freak Wanderzirkus- Freak Circus. Con letras cuidadosamente talladas y decoradas con motivos que bien podían ser dionaeas, droseras, pinguiculas u otras especies carnívoras a las que quizá la organización era aficionada.

Horas antes de abrir las puertas del show por primera vez, aquellos alemanes de rara especie se preparaban para comenzar la función. Trescientas cuarenta y tres personas se agolpaban en la entrada de la carpa con un único deseo; Apenas les importaban las kilométricas zancadas del hombre jirafa, ni sus pies de tamaño descomunal. Tampoco prestarían demasiada atención a las proezas de “Astaroth el inmortal” que dejaba que dos anacondas treparan por sus piernas desnudas, ni aplaudirían con fervor a Konstanze la de rubia melena, que era capaz de tragarse el filo de cuchillos similares a los que el público utilizaba simplemente para pelar tubérculos. El público esperaba ansioso la actuación de Margarethe la mujer barbuda de 110 kilos de peso junto a Moritz el enano saltarín. Decían que a ella se le iluminaban los ojos, que una especie de velo brillante barnizaba sus pupilas con solo mirarle. Comentaban que él parecía esbozar una sonrisa simplona cada vez que ella aparecía en escena. Contemplar el romance entre la mujer barbuda y el enano saltarín bien merecía un año de espera. “¿Cómo podrán ser capaces de conciliar el sueño en el mismo lecho?”, “si ella le besa… ¿le hará cosquillas?”, “¿serán capaces de consumar su amor?”, “él morirá aplastado en una noche de pasión”. Por aquel entonces estas cuestiones jamás se comentaban en voz alta porque estaban condenadas por la iglesia. A cambio el público emitía unas risitas agudas como el sonido de los ratones de cola larga.

Era verdad, Margarethe y Moritz eran amantes. Escuchaban las burlas antes y después de cada función en aquellas tierras. En ocasiones ellos también contenían las ganas de rodar por el suelo a carcajadas porque sabían que aquellos españoles católicos, creyentes, puritanos y completamente mojigatos aún tendrían que esperar generaciones para descubrir la liberación del alma, del espíritu, del cuerpo y los placeres del Mundgeschlecht o sexo oral.